La naturaleza de lo humano replantea el ideal posthumanista

(Por Carlos Beorlegui) Todos los grandes interrogantes que nos plantean las propuestas de los diferentes post-humanismos y trans-humanismos nos empujan a enfrentarnos con la cuestión del ser o naturaleza humana. ¿Cuáles son los elementos esenciales que componen la realidad humana? ¿Qué define lo humano? ¿Es compatible la imagen actual de la antropología filosófica con la vertida por post-humanismos biónicos? ¿Cómo tenemos que definir y entender la condición humana? Sin duda, se trata de preguntas cruciales cuyo abordaje en profundidad puede ofrecernos una renovada visión antropocéntrica que, sin quedar atrapados por las redes epistemológicas más reduccionistas, nos abran a un reconocimiento más profundo de la esencia del fenómeno humano.

Nos hallamos ante una cuestión sumamente compleja, que ha sido recurrentemente estudiada y discutida a lo largo de la historia del pensamiento, y sobre la cual estamos lejos de ponernos de acuerdo. Haremos un breve recorrido histórico sobre el concepto de esencia o naturaleza humana, para advertir a continuación cómo las diferentes posturas sobre este tema se repiten en la actualidad en relación con las propuestas de los post/trans-humanismos. Finalmente, concluiremos con una aportación que pretende esclarecer la comprensión de la naturaleza humana.

La naturaleza de lo humano en la historia

El concepto de naturaleza humana se ha utilizado de forma continuada en la reflexión antropológica, pero su contenido ha sido muy dispar[1]. Si la pregunta central de la filosofía, desde los griegos, ha sido la pregunta por el ser de una cosa, esa misma cuestión se traspasaba también al caso de los humanos. Su ser o esencia equivalía a su naturaleza. El problema está en que atribuir una esencia o naturaleza a los humanos, en idéntico sentido que a una cosa, suponía encerrarlos en una estructura esencial fija y estática, que constreñía su desarrollo histórico. Esto es, que no permitía desarrollar sus potencialidades. Como mucho suponía entender la vida como un discurrir sus diversos momentos a través de un carril ya trazado de antemano. Sería como pretender apresar en una foto estática la trayectoria completa de la carrera de un atleta.

A partir sobre todo del siglo XIX (e incluso a finales del s. XVIII) el ser humano va tomando conciencia de que el tiempo no es un accidente externo, sino algo intrínseco a su ser, y a todo tipo de ser. Es la tesis central de los historicistas, de Hegel a Dilthey, que se ha ido completando en los filósofos posteriores como los raciovitalistas[2] (Ortega) y existencialistas. Fue ese un primer atisbo de lo que Heidegger afirmó después claramente: el ser es tiempo[3].

El tiempo es un ingrediente esencial de toda la realidad, y más todavía de los humanos. En el ámbito científico se fue imponiendo también una concepción similar, a partir de la teoría evolucionista darwiniana: la condición abierta y tempórea de la vida, y más aún de la vida humana. Así, las especies no conforman entidades cerradas y bien definidas, sino que son momentos estáticos, miradas momentáneas de un largo proceso evolutivo en el que unos modos de ser, cada especie, van naciendo de otras anteriores, y dan lugar así a otras posteriores que continúan el proceso evolutivo. De ahí que, con el evolucionismo, el concepto de especie se relativiza y pierde el toque esencialista que poseía en una concepción estática de lo biológico, cuyo último representante lo constituyó el naturalista Linneo.

En definitiva, se impone de forma generalizada el hecho de que el ser humano no tiene naturaleza, sino que tiene historia, en la expresión tantas veces repetida de Ortega y Gasset. Tanto los historicismos como los existencialismos insistirán en que, a diferencia de las demás especies animales, nuestra esencia no ha quedado marcada ni por la biología ni por ninguna fuerza divina que nos señale de antemano el camino de nuestra realización. Nuestro ser depende de nuestras decisiones, de lo que nos propongamos ser libremente. Nuestro ser y nuestra naturaleza se convierten, de este modo, en una tarea personal y abierta.

El ser humano, dice también Ortega, está abierto en un doble sentido: tiene que hacerse, y, al mismo tiempo, tiene que decidir en qué dirección tiene que hacerse. No es un factum, sino un faciendum. Más radical será Sartre, insistiendo en considerar la libertad humana como una libertad absoluta, en la medida en que, según él, la existencia precede a la esencia[4]. De este modo, si queremos hablar de esencia en el existencialismo, nos tendremos que referir sólo al conjunto de decisiones y de momentos existenciales que dejamos detrás de nosotros, como la estela que un avión va dejando tras de sí. Pero esa esencia es el pasado, ya no nos condiciona ni nos determina, por lo que no hay nada que nos influya en nuestras decisiones, en el empeño de realizarnos y conformar nuestra vida. De ahí que, para los existencialistas, más que hablar de naturaleza hay que hablar de condición humana.

El concepto de naturaleza humana en la actualidad

Con el avance del biologismo materialista y reduccionista, se está volviendo a reivindicar la recuperación de la idea de naturaleza humana. Pero se trata no tanto de una recuperación ontológica sino naturalista, biologista[5]. Los avances de la genética, de las neurociencias y la etología y demás ciencias del comportamiento animal y humano, están dejando obsoletas las filosofías antropológicas que tienden a concebir lo humano como una realidad totalmente libre y plástica, independiente tanto de los condicionantes biológicos (genética y cerebro) como sociales.

Es evidente que no sólo nuestro fenotipo morfológico, al igual que en el resto de las demás especies vivas, depende de la expresión de nuestro genoma. Aunque es evidente que tal expresión se nos está mostrando cada vez más compleja, como nos lo hacen ver la epigenética, la biología del desarrollo y las distintas investigaciones sobre la relación entre genoma y cerebro. Pero esta relación entre la estructura genómica y cerebral y su correspondiente expresión fenotípica no se reduce al ámbito morfológico sino también al conductual y comportamental.

Para ciertas teorías biologistas, como la sociobiología, la psicología evolucionista y otras, la conducta humana estaría en gran parte conformada y articulada por nuestros genes, que o bien seguirían la estrategia del egoísmo genético, o se atendrían a los parámetros psicológicos conformados por el esfuerzo de sobrevivir a lo largo de nuestra dilatada época histórica de cazadores-recolectores. Opuestos de forma rotunda a la idea de plasticidad absoluta de lo humano, representada por quienes entiende la psique humana como una tabla rasa, sus planteamientos se mueven en un terreno ambiguo como para poder escapar a quienes les acusan de deterministas, explícitos o encubiertos.

Es cierto que resultan exageradas las teorías que entienden lo humano como una absoluta plasticidad, pero no lo es menos exageración defender lo humano como una expresión rígida (o más o menos controlada) de sus genes, negando o desdibujando la libertad, y reduciendo la diversidad cultural e individual de nuestros comportamientos a pura ley de probabilidades o a meras diferencias provocadas por las circunstancias ambientales y ecológicas de cada cultura.

Frente a estos planteamientos extremos, es evidente que la mayoría de los estudiosos se decantan por entender la estructura comportamental del ser humano como una conjunción de aspectos innatos y ambientales, así como al factor inexcusable de las decisiones de cada individuo, decisiones que gozan de una cierta y suficiente libertad. Es verdad que situada y recortada, pero no absoluta.

Ahora bien, a la hora de analizar tanto el ingrediente innato como el ambiental de nuestra fórmula comportamental, resulta difícil situarse en el virtuoso término medio. Suele ocurrir más bien que las diferentes teorías tienden a decantarse por acentuar uno de los dos extremos, sea el innatismo o la influencia del entorno ambiental y cultural, con lo que se vuelve a reproducir el viejo debate entre los dos extremos, aunque de otra manera.

La idea de naturaleza humana en el trans-humanismo robótico

De todas formas, en relación con el tema de las propuestas post/trans-humanistas que motivan estas reflexiones y su forma de entender la naturaleza humana, resultan quizás tan o más determinantes y preocupantes las posturas que se decantan por negar o relativizar la idea de naturaleza humana –entendiendo lo humano como una realidad totalmente plástica–.

Es la línea que hemos visto defienden algunos post/trans-humanistas, que tienden a no advertir diferencias entre la aplicación y uso de estas biotecnologías o antropotecnias de forma terapéutica o de mejoramiento de lo humano, y su utilización con fines eugenésicos. Es más, algunos consideran no sólo legítimas estas praxis, sino incluso obligatorias moralmente. Y en caso de que no haya criterios éticos claros, parece evidente para ellos que nadie tiene que interponerse a la hora del uso libre del supermercado de las antropotecnias para la mejora de ellos mismos o de sus descendientes. El ser humano, por tanto, es una realidad totalmente plástica, y el ámbito de decisiones para las mejoras y supuestos perfeccionamientos de lo humano se tiene que solventar, según ellos, desde la omnímoda libertad de decisiones de cada individuo.

Los robots, siempre serán construcciones humanas para conseguir los fines de sus constructores.

La relación entre la idea de naturaleza humana y lo que hemos denominado trans-humanismo robótico se contempla de diferente forma. Necesitamos también apelar a una idea de naturaleza humana y dilucidar qué entendemos por ello cuando analizamos y discutimos las pretensiones de los trans-humanistas robóticos. Tratan de construir robots inteligentes (androides/ginoides) que poseerían, según estos autores, una naturaleza humana extendida, y, por tanto, serían exactamente iguales a los humanos, con idénticas características a nosotros: autoconscientes, capaces de experimentar emociones, dotados de pensamiento abstracto y simbólico, libres y responsables…

Está claro para ellos que si llegan a aparentar estas cualidades, es que las poseen en realidad, y, por tanto, no tendría sentido ni habría excusas para negarles la condición de personas, tratándolos con el mismo respeto y otorgándoles la misma dignidad que atribuimos a las personas humanas. El problema que este planteamiento implica, entre otras cosas, es la impresión de que se apoya en una concepción dualista de lo humano, en la que lo corpóreo es minusvalorado para situar el núcleo de la persona en lo mental. La mente se entiende como un programa complejo computacional, que puede copiarse y manipular a nuestro antojo.

Crítica al funcionalismo computacional de la mente

La crítica que, desde la filosofía de la mente, recibe este funcionalismo computacional desde posturas como el emergentismo sistémico o el estructurismo dinámico, se orienta tanto a poner en cuestión su dualismo larvado, que menosprecia la dimensión corpórea y socio-histórica de la mente y de lo humano, como a pretender que es igual poseer mente autoconsciente que comportarse como si se la poseyera. Por tanto, cuando estas propuestas utópicas siguen defendiendo que en el futuro estas deficiencias apuntadas por los críticos serán superadas (el llamado materialismo prometedor, según K. Popper), y se logrará, en definitiva, construir robots idénticos a personas humanas, resulta evidente que el peso de la prueba se sitúa en el tejado de las pretensiones del trans-humanismo robótico.

Es decir, la concepción del funcionalismo informático de entender la relación ente mente y cerebro de forma similar a la que hay en una computadora entre el software y el hardware, supone dar por hecho que lo central es el programa (software), resultado indiferente el soporte material (hardware), que puede ser de silicio o de cualquier otro material. El emergentismo sistémico considera que el ser humano es una compleja unidad psico-orgánica, en la que lo mental se entiende como la estructura dinámica de lo corpóreo. Por tanto, el cerebro biológico sí que importa.

La mente humana, con sus características específicas, es el resultado de un largo proceso evolutivo de nuestro cuerpo, y del cerebro como órgano fundamental en el que se apoya lo mental, a través del cual la estructura cerebral ha ido pasando de un cerebro-mente repitiliano a otro mamífero, hasta llegar al cerebro-mente humano. Así, nuestra mente es como es porque constituye la estructura de este tipo de cerebro, que se ha ido conformando en un diálogo con el entorno ecológico e interhumano. Por eso que defendamos que sólo los humanos somos personas y poseemos la dimensión ética que nos convierte en sujetos éticos, merecedores de respeto en virtud de nuestra dignidad, que prohíbe que seamos tratados como medios para la obtención de otros fines.

Los robots, por más perfectos que se nos quieran presentar, siempre serán construcciones humanas para conseguir los fines de sus constructores. De ahí que atribuirles personalidad, así como dignidad ética, es una pretensión exagerada y poco convincente. Por lo tanto, como ya hemos indicado, el peso de la prueba de cara a esta demostración se halla situado en su propio tejado.

La naturaleza humana como estructura bio-psico-cultural

Frente a estas propuestas extremas sobre la naturaleza humana, su naturalización y su extensión o copia informática, vamos a defender aquí una idea de la naturaleza humana como estructura bio-psico-cultura abierta [6]. Entendemos que no resulta acertado definir lo humano como una esencia o naturaleza cerrada y estática, al estilo de como entendía la esencia de las cosas la ontología greco-medieval. Pero también resulta inadecuada la sustitución de esta forma de entender la esencia/naturaleza apelando a un concepto tan amplio y plástico como la condición humana, entendida como una realidad totalmente plástica, con objeto de insistir y poner a salvo la condición abierta y libre de nuestra realidad.

Las aportaciones de todas las ciencias de lo humano nos están poniendo en evidencia que lo humano es resultado del proceso evolutivo (componente bio-), por lo que un componente básico de nuestra realidad es la referencia a nuestro genoma. Pero se trata de un genoma que, como resultado de ese mismo proceso evolutivo, ha superado la rigidez expresiva y ha emergido una nueva estructura o fórmula vital, que se halla dotada de conciencia, pensamiento simbólico, libertad y demás cualidades específicas de lo humano.

Esta nueva fórmula o estructura vital, emergida del proceso evolutivo, es lo que denominamos mente (componente psico-), una mente que no se reduce ni a la mera expresión conductual, ni al conjunto de estados cerebrales, ni tampoco a la expresión funcional de diversos programas informáticos, como defiende el funcionalismo y la IA fuerte. La mente es la estructura específica del cerebro humano, que actúa como un todo (estructura), no como mera suma de sus partes o subsistemas neuronales, por lo que no se reduce a meros estados cerebrales ni podrá ser imitada, copiada o extendida a mecanismos robóticos. Y ello es así, para completar esta visión, porque los humanos no somos personas al margen del entorno interpersonal y social.

Un individuo humano, por más normal que sea en lo genético y mental, si no ha contado en el itinerario de su maduración como persona con un entorno social maduro y humanizador, será sin ninguna duda una persona fallida. Le faltarán los diversos mecanismos y procesos de educación y socialización que nos permiten madurar como personas, poseer una correcta identidad y autoestima, así como la capacidad de entablar una relación normal con los demás humanos. Ello supondrá que no habrá aprendido ni siquiera a hablar y a poseer un pensamiento simbólico y abstracto, no será capaz de enriquecer su mente del conjunto de ingredientes que adquirimos por herencia cultural, y ni tan siquiera será capaz de poseer una personalidad y autoconciencia similar a la nuestra, en la medida en que la conformación y maduración de la persona, del yo, es un proceso que se consolida y realiza en una relación dialógica con los otros. No hay un yo sin un tú, sin los otros humanos, interlocutores con los que vamos conformando un nosotros humanizador [7].

Antropología filosófica. Dimensiones de la realidad humana (Carlos Beorlegui)

Los intentos de recuperar la naturaleza humana para reducirla a la estructura genómica, o bien extender esta naturaleza a máquinas robóticas, adolecen de alguno de estos tres elementos que hemos visto componen la realidad de los humanos. Los biologistas reducen lo mental a lo biológico-cerebral, y olvidan la dimensión sistémica de lo cerebral, así como la dimensión interpersonal y social. Los defensores de la IA fuerte reducen lo mental a programas informáticos, todo lo complejos y sofisticados que se quiera, olvidando su base biológico-genética y también su dimensión social. Por más sofisticado que se quiera entender lo mental de los androides del futuro, no tenemos que confundir actuar como si parecieran humanos, con serlo realmente. Para ello necesitarían, como lo hemos indicado en páginas anteriores, de los largos procesos biológicos y sociales a través de los cuales los humanos nos vamos conformando y madurando.

La definición de lo humano

No se trata de temer la recuperación del concepto de naturaleza humana, como el título de algún libro parece sugerirlo[8], sino las incorrectas e incompletas interpretaciones de la misma, bien sea por entenderla de un modo reductivo (lo genético), o bien desde una absoluta plasticidad, lo que lleva a negarla y disolverla. La complejidad de lo humano, que nos hace descubrirnos ante nosotros mismos  como realidades problemáticas y no fácilmente asequibles y definibles (de ahí que se haya dicho que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre), nos hace demorarnos y andar con cuidado a la hora de definirnos de forma demasiado rápida y simplista.

Una correcta definición de lo humano tiene que comprender los elementos con los que la naturaleza nos ha dotado, así como la dimensión abierta, tanto en lo individual como en lo social, consecuencia de nuestras decisiones libres. De este modo, nos movemos en un ámbito intermedio entre la rigidez de los que defienden una naturaleza cerrada y los que hablan de condición humana para primar y respectar nuestra dimensión de plasticidad y libertad. Una definición respetuosa con los diferentes ingredientes que conforman la realidad humana exige que la entendamos como una estructura bio-psico-social abierta.

Ahora bien, hemos de ser conscientes de que se trata de una definición formal y provisional. Formal, por cuanto es una mera descripción de los componentes básicos de nuestra realidad, componentes sobre los que sabemos poco, por lo que las ciencias que se encargan de investigarlos nos obligan permanentemente a enriquecer constantemente la visión de lo humano. Por ello, es una fórmula provisional, obligada a rellenar de modo permanente los contenidos de dicha fórmula. Lo humano está en permanente proceso de realización, de autorrealización, teniendo que navegar entre Escila (naturalismo) y Caribdis (plasticidad absoluta), condición esta que hace difícil discernir y posicionarse de forma definitiva y contundente ante las pretensiones de los post-humanismos y trans-humanismos de los que hablamos en nuestras páginas anteriores.

Los límites de nuestra estructura esencial

Hay quienes consideran que, desde una idea totalmente plástica de lo humano, apelan a una eugenesia totalmente liberal, libre de imposiciones y prohibiciones. En ello coinciden con la idea de condición humana defendida por las corrientes existencialistas europeas de mitad del siglo XX. Frente a este planteamiento de entender la realidad humana como totalmente plástica, nos parece más correcta la postura de Habermas y otros pensadores que sitúan lo humano entre la plasticidad y una serie de límites que no podemos sobrepasar si no queremos destruir lo humano.

Esos límites de lo humano no se sitúan tanto en el terreno de lo biológico, sino sobre todo en el ámbito de lo cultural y ético. Esto es, los límites que no hay que traspasar son la dignidad humana, la igualdad de todos los seres humanos, la condición social y responsable con los otros, sobre todo con los más débiles. Ahora bien, estos límites no están dados de una vez por todas, sino que los vamos descubriendo y construyendo de forma dinámica y en diálogos interpersonales e interculturales, que intentan llegar a consensos racionales, como consecuencia de la puesta en práctica de nuestra condición racional, de nuestra racionalidad comunicativa.

De ahí que esta postura, basada en este modelo de ser humano, no esté de acuerdo ni con los esencialismos ni con las tesis del individualismo a ultranza defendido por la eugenesia liberal, puesto que resulta contradictorio apelar a la mera y absoluta decisión y responsabilidad individual en cuestiones y decisiones que tienen consecuencias no sólo para los individuos que las toman, o sus parientes más cercanos, sino para todos los seres humanos. Eso es lo que nos hace ver que los humanos no somos mónadas aisladas, sino realidades que estamos entrelazadas con los demás congéneres desde antes incluso de nacer. Ya desde nuestra dimensión biológica estamos vertidos a los demás, y no podemos realizarnos sin ellos y al margen de ellos.

La construcción del ideal humano

Y en este proceso interminable de ir definiendo y construyendo lo humano es donde se sitúa el esfuerzo por construir nuestra humanidad, tanto en la dimensión individual como social. Es ahí, a través de este procedimiento de reflexión comunitaria como tenemos que dilucidar lo adecuado o no de las diversas propuestas de mejoramiento de lo humano. Por tanto, en este ámbito de reflexión hemos de avanzar distinguiendo y conjugando dos niveles de la realidad antropológica, que son similares en el campo de la ética: por un lado, los universales antropológicos, equivalentes a la ética de mínimos; y, por otro, la pluralidad de modelos particulares de lo humano, como la ética de máximos, del bien o de la felicidad, modelos que quedan más en manos de la decisión de cada cultura o individuo.

Es fundamental saber conjugar y complementar ambas perspectivas, porque no todos coincidimos a la hora de diseñar lo que consideramos el modelo o ideal de lo humano. Sí podemos intentar coincidir en unos universales antropológicos, o en los requisitos mínimos o límites necesarios que no deberíamos traspasar o transgredir para no herir o destruir lo auténticamente humano. Ahora bien, la búsqueda de esos universales antropológicos se nos presenta no como un objetivo alcanzable fácilmente, sino como un camino de búsqueda sin término. No existe la verdad absoluta (contra el esencialismo), ni tampoco da todo igual (contra los relativismos y plasticidades absolutas del eugenismo liberal). Pero no tenemos nunca que dejar de perseguir esa verdad, como indicaba Adorno, y esos elementos mínimos que conforman lo básico de lo humano.

Estos universales antropológicos o mínimos humanos serían el apoyo de la ética de mínimos y la base de los Derechos Humanos básicos. Ahora bien, la cuestión es cómo se llega a eso. En principio, no parece que sea fácil llegar a contenidos materiales que conformen esos universales antropológicos o mínimos humanos, sino que tan sólo podemos apuntar a procedimientos formales, al estilo de lo apuntado por la racionalidad comunicativa de Habermas y Apel [9].

El proceso de humanización

Algunos consideran que esta propuesta formal no es suficiente, y que se podrían completar esos requisitos formales de la racionalidad comunicativa y la ética del discurso con otros principios que la completen.

Es el planteamiento que hace E. Dussel, en su Etica de la liberación [10], donde propone una fundamentación de la ética (arquitectónica de la ética), más ambiciosa que la ética del discurso y que otras propuestas similares, que no pasan de ser mono-principiales (basadas en un único principio), proponiendo conjugar en esta fundamentación tres principios básicos:

  • El principio material: el imperativo de la ética tendría como principio básico la defensa de toda vida humana en comunidad.
  • El principio formal, que nos exige intentar alcanzar los consensos racionales que traten de dilucidar qué sea la vida humana y el modo para defenderla en sociedad. Así, sólo serán decisiones y principios éticos legítimos cuando se decidan en consensos racionales, en los que hayan participado todos los implicados.
  • El principio de factibilidad, según el cual los principios éticos tienen que atenerse a la realidad y a los recursos con que se cuenta, pues nadie está obligado a realizar lo que no es factible. Y para dilucidar qué es factible o no, hay que echar mano de la racionalidad instrumental que aportan las diversas ciencias.

A pesar de poner en práctica estos tres principios, el propio Dussel reconoce que nunca podremos asegurar que llegaremos a construir una sociedad perfecta. Por ello, hasta la sociedad que se pretenda construir siguiendo estos principios, será imperfecta y producirá víctimas, damnificados y perdedores. De ahí que sea necesario reformular esos tres principios desde la mirada de las víctimas, desde los perdedores de la sociedad y de la historia.

Ha sido frecuente, y sigue siéndolo para no pocos, considerar que la mejor forma de defender la concepción religiosa del ser humano y de la realidad exigiría la defensa de una naturaleza humana creada directamente por Dios, naturaleza que no podemos ignorar ni traspasar. Y en función de esa naturaleza, y de los diferentes elementos que la conforman, se legitima una ordenación moral y social que se desprende de tal naturaleza, la ley natural, como defiende el iusnaturalismo.

El problema de esta postura es que no resulta fácil, como ya hemos indicado, presentar unos rasgos objetivos y fijos de tal naturaleza, sean genéticos o histórico-culturales (las diversas ciencias lo desmienten). Por eso, cuando se habla desde este punto de vista de una naturaleza humana, base de una ley natural, se observa de forma evidente que los rasgos con los que se intentan apuntalar tales pretensiones son los propios de una época y de una cultura determinada, y, por lo tanto, cambiantes e históricos. Además, fundamentar una naturaleza humana y una ley natural estática y definitiva en la supuesta voluntad de Dios, supone un fideísmo teológico difícil de mantener en una cultura ilustrada y crítica.

Lo humano y lo divino ante la ciencia

Una concepción ilustrada y crítica de la realidad y de lo humano, tal y como nos están aportando los avances científicos, conlleva una concepción de Dios que respeta el dinamismo del mundo, así como la libertad humana [11]. Por consiguiente, la voluntad de Dios no se alcanza ni mirando al cielo, ni auscultado las leyes de la naturaleza. El universo se nos muestra no tanto conformado por leyes fijas y estáticas (tesis determinista), sino más bien por dinamismos abiertos e indeterminados, tal y como nos muestra la mecánica cuántica. Así, una teología acorde con los saberes científicos y antropológicos tiene que defender un Dios no impositivo, sino dialogante y persuasivo, que respeta la voluntad de los humanos. Dios quiere lo que los humanos quieren, con tal de que lo quieran en conciencia. ¿Y cómo sabremos que lo queremos bien, en conciencia? Nunca tendremos garantías de ello, esa es la mayor dificultad. Por tanto, no podemos aposentarnos en teorías definitivas acerca de Dios, del ser humano y del mundo.

La gloria de Dios es que la persona viva

La gloria de Dios es que el hombre/mujer viva, afirmaba S. Justino ya a finales del s. II, y Mons. Romero completaba e historizaba esa afirmación diciendo: la gloria de Dios es que los pobres vivan. Y la forma de conseguir este objetivo es reflexionando entre todos los humanos sobre los medios más adecuados para hacer una sociedad en que eso sea posible. Esto es, una sociedad en la que todos los humanos, hombres y mujeres, sean reconocidos como seres dotados de igual dignidad y respeto, en la que todos/as tengan los recursos necesarios para vivir con dignidad (comida, vivienda, trabajo, educación, ocio digno, etc.). Y este objetivo no debe imponérsenos de forma paternalista (despotismo ilustrado), sino que ha de ser conseguido entre todos (democracia participativa, el principio formal), repartiendo por igual entre todos los recursos naturales que tenemos, que son de todos. Esta es la voluntad de Dios, que nos ha creado, y nos ha dotado de la  base biológica y la inteligencia suficiente para ello. Y no es ir contra Dios cuando se va contra supuestas leyes naturales, porque lo natural en lo humano, ya lo hemos dicho, son leyes históricas, culturales, y van cambiando y acomodándose a las cambiantes necesidades humanas.

En síntesis, ¿cómo definimos lo humano?

El ser humano es fruto de la evolución y no puede ser entendido al margen de ella. Pero no se reduce a ella, sino que tiene capacidad para conocer sus leyes y superarlas. Ahí reside precisamente su singularidad, siendo el único animal bio-cultural, hechura de las dos herencias: biológica y cultural. Así se ha experimentado a lo largo de la historia y más en la actualidad, en la que sus capacidades tecnológicas están alcanzando unos niveles nunca vistos y con una capacidad de impacto en el entorno ecológico y en la propia realidad humana que nos están llevando a reflexionar en serio sobre su significado y sus consecuencias.

La extraordinaria capacidad de las biotecnologías y las antropotecnias están originando que ciertos estudiosos nos hablen de la cercanía de una época en que se llegará a superar lo humano y a adentrarnos en una época post/trans-humana. Las propuestas utópicas sobre esa supuesta época futura hemos visto ya que son muy variadas y dispares, distinguiéndose entre las que se sitúan en el ámbito terapéutico y en el eugenésico. Las propuestas terapéuticas son más fáciles de aceptar y de alcanzar sobre ellas consensos éticos racionales. No es tan fácil alcanzar esos consensos en relación a ciertas propuestas utópicas, como la búsqueda de la inmortalidad, los intentos de practicar la clonación con humanos y sobre todo la intervención en la estructura germinal humana.

En todos estos casos nos encontramos ante la necesidad de preguntarnos por la naturaleza humana, entendiendo que tenemos que situarnos en una postura intermedia, entre una idea rígida y cerrada de naturaleza y la que defiende la idea de una condición humana totalmente abierta y plástica.

Proponemos más bien para definir lo humano una estructura bio-psico-social abierta, que respetando la estructura germinal humana y su correspondiente conformación cerebral-mental, se esfuerce en delimitar y respetar los límites antropológicos y éticos, que los humanos vamos alcanzando en un esfuerzo consensuador, como resultado de la puesta en práctica de la racionalidad comunicativa y la ética del diálogo. Ese principio formal tiene que ser también completado por el principio material, que persigue la defensa de toda vida humana, así como respetar el principio de factibilidad, siempre desde la mirada de las víctimas y los perdedores de la historia.

Estos principios antropológicos y éticos sólo funcionan si los humanos creemos en ellos y los queremos poner en práctica; en caso contrario, permanecerán estériles. El mayor enemigo de ellos es el cínico, la razón cínica, esto es, la actitud del que sabe qué es lo correcto, humano y ético, pero no le interesa perseguirlo, porque considera que va en contra de sus intereses. Y ese es el dilema donde nos encontramos los humanos, algo que en realidad ha sucedido siempre: entre una sociedad con grandes logros en el ámbito de la racionalidad instrumental y una sociedad dominada por las desigualdades y por intereses particularistas y egoístas de unos pocos que están impidiendo que el resto llegue a disfrutar de lo mínimo de todos esos logros para poder vivir con un mínimo de dignidad.

Concluyendo

Se da en nuestro mundo una gran disparidad y distancia entre los esfuerzos que ponemos en utilizar la racionalidad instrumental: construir productos de consumo, que persiguen mejorar aspectos accidentales y segundarios de lo humano, y los que utilizamos por dejarnos guiar por una racionalidad integradora (antropológica y ética crítica), que se pregunte si todo eso es suficiente como para darnos la felicidad, y una felicidad para todos. Porque lo que no es universalizable no es humano, y, por tanto, no puede ser ético. Así, las tecnologías siguen avanzando sin preocuparse demasiado de las consecuencias negativas para los humanos, sino respondiendo más bien a la pulsión prometeica (romper barreras, jugar a ser dioses) y economicistas (ganar el mayor dinero posible), dejando a mucha distancia las reflexiones sociales y éticas que estos problemas llevan implicados.

En definitiva, no acabamos de construir los mecanismos adecuados, en el terreno de la ética y de las decisiones políticas, para que la dinámica científica y tecnológica no nos lleven a situaciones de no retorno, a abrir la caja de Pandora de forma que ya no sepamos ni podamos cerrar. Advertimos también que en esta situación tan compleja se nos muestra de alguna manera un aspecto problemático de la condición humana: somos más propicios e inclinados a saber cómo hacer las cosas (racionalidad instrumental y técnica) que a preguntarnos y a reflexionar sobre su utilidad y funcionalidad (racionalidad integradora). Esto es, nos esforzamos más en saber cómo hacer las cosas que en cuestionarnos por qué y para qué las hacemos. Nos llenamos de artefactos técnicos, invertimos millones de dinero y de cerebros humanos en ello (se dice que la mitad de la inteligencia y de los recursos humanos se invierten y se dedican a la industria militar, a la guerra, a matarnos unos a otros), y nos olvidamos de preguntarnos si eso nos hace mejores, más felices, y, en definitiva, más humanos.

Así, la cuestión que nos queda de fondo es: ¿las nuevas antropotecnias nos van a hacer más humanos, a mejorar nuestra humanidad? Algunas sí, otras muchas no. Por lo cual, tendríamos que reflexionar y centrarnos en aquellas que nos humanizan y limitar y dejar de lado las que no, las que nos pueden in-humanizar y destruir.

[1] Cfr. STEVENSON, Leslie, Siete teorías sobre la naturaleza humana, Madrid, Cátedra, 1978. Hay una segunda edición, escrita entre L. Stevenson y D. L. Halesman, titulada Diez teorías de la naturaleza humana, Madrid, Cátedra, 2001/2010.

[2] ORTEGA Y GASSET, J., Sobre la razón histórica, Madrid, Alianza, 1979; Id., La historia como sistema, Madrid, Espasa-Calpe, 1971; Id., El tema de nuestro tiempo, Madrid, Espasa-Calpe, 1975.

[3] Cfr. HEIDEGGER, M., Ser y tiempo, México, FCE, 1971.

[4] Cfr. SARTRE, J.-P., El ser y la nada, Buenos Aires, Losada, 1961; Id., El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires, Sur, 1957.

[5] Cfr. BEORLEGUI,C., “A vueltas con la naturaleza humana”, en ARREGUI, Jorge V. (ed.), Debate sobre las Antropologías, Thémata. Revista de Filosofía (Sevilla), nº 35, 2005, pp. 139-150.

[6] En esta línea se sitúan, entre otros, Edgard MORIN, El paradigma perdido: el paraíso olvidado. Ensayo de bioantropología, Barcelona, Kairós, 1974; y Paul RICOEUR, Le conflicte des interpretations. Essais d’herméneutique, Paris, Seuil, 1965 (El conflicto de las interpretaciones, Buenos Aires, Megalópolis, 1969).

[7] Cfr. BEORLEGUI, C., Antropología filosófica. Dimensiones de la realidad humana, Madrid/Bilbao, UPCO/UD, 2016, cap. 6, “La interpersonalidad y la dimensión social del ser humano”.

[8] Cfr. CASTRO NOGEUIRA, L./L./M.A., ¿Quién teme a la naturaleza humana?, Madrid, Tecnos, 2008 (2ª ed.: 2016).

[9] Cfr. HABERMAS, J., Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 2 vols. 1987; APEL, K.O., La transformación de la filosofía, Madrid, Taurus, 2 vols., 1985.

[10] Cfr. DUSSEL, E., Ética de la liberación en la época de la globalización y de la exclusión, Madrid, Trotta, 1998; Id., 14 tesis de ética. Hacia la esencia del pensamiento crítico, Madrid, Trotta, 2016; BEORLEGUI, C., “La nueva ética de la liberación de E. Dussel”, Realidad (San Salvador, UCA), 1999, nº 72, 689-730.

[11] Cfr. SCHMITZ-MOORMANN, Karl/SALMON, James F., Teología de la creación de un mundo en evolución, Estella (Navarra), Verbo Divino, 2005; EDWARDS. Denis, El Dios de la evolución. Una teología trinitaria, Santander, Sal Terrae, 2006; MARLÉS, Emili (ed.), Trinidad, universo, persona. Teología en cosmovisión evolutiva, Estella (Navarra), Ed. Verbo Divino, 2014.

 

Artículo elaborado por Carlos Beorlegui, Catedrático de Filosofía en la Universidad de Deusto (Bilbao) y colaborador de FronterasCTR.

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